“El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed” (Juan 6, 35)
Reconozco que fui a Él con hambre y sed, con ganas, con ansiedad, con necesidad…
Nazareth, Betania, Jerusalén, Magdala o Cafarnaum eran lugares que, hasta hace unos días, eran solo bíblicos para mí. Hoy día son una realidad en la que dejé algo de mi corazón de hijo de Dios. He estado allí. No llevaba una idea preconcebida de cómo serían los Santos Lugares, no quise informarme antes, no puse interés en buscar fotos, fui con hambre. El cenáculo, el Huerto de Getsemaní, el Valle del Cedrón, la Torre Antonia, el Monte Sión, la Vía Dolorosa, el Santo Sepulcro… escribiendo ahora lo pienso y un escalofrío eléctrico recorre aún mi espalda. He estado allí.
Produce una enorme distracción que algunos de los lugares de mayor importancia para los católicos no sean actualmente gestionados por nuestra Iglesia. A pesar de ello sentí intensamente al Señor en la Basílica de la Natividad en Belén, puede parecer fría la estrella de plata, pero no lo está. Lo sentí en el Gólgota, donde esperaba el tacto áspero y gélido de la piedra al introducir mi mano temblorosa en la oquedad donde estuvo alojada la Cruz, mas era cálida y agradable la sensación. También lo sentí en el Santo Sepulcro, después de tres intentos fueron solo unos segundos, los suficientes para orar emocionado mientras pasaba por la lápida algunos objetos y estampas. No han sido estas las únicas veces que he sentido al Señor muy cerca en esta semana, ha habido muchas, pero únicamente una vez lo he tenido solo para mí, y fue cuando menos lo esperaba. Celebrábamos la Eucaristía diaria, esta vez en la Custodia de Tierra Santa, y nos sorprendimos cuando D. Manuel nos dijo que hiciéramos cerco en el presbiterio alrededor de la mesa de Altar a la hora de la consagración. Cuando llegó la Comunión nos fue repartiendo el Cuerpo de Cristo en la mano, teniéndolo cada uno consigo hasta el momento de comulgar todos a la vez. Comenzó a repartir por el lado donde me encontraba y no pude apartar, desde ese instante, la mirada de la Sagrada Forma en la palma de mi mano, ¡tenía al Señor conmigo! ¡para mí! Notar, antes de consumir su Cuerpo, que es solo tuyo. Fue un minuto, tal vez dos… ¡tantas cosas en tan poco!… maravilloso.
Ya lo dije desde esta manigueta la semana pasada, cuando estaba allí: el Señor sabe por qué, para qué y por qué ahora. Reconozco que el hambre ha quedado saciada, que ahora no tengo sed; reconozco jubiloso que he sentido al Señor y lo he tenido conmigo. Como hijo suyo ¿qué más puedo pedir?